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lunes, 22 de abril de 2019

DE LA CREENCIA AL PREJUICIO.!!!

Por Silvia Bleichmar Doctora en psicoanálisis por la Universidad de París VII - www.silviableichmar.com. VERTEX Rev. Arg. de Psiquiat. 2007, Vol. XVIII, Pág. 42-45. El mundo en el cual se instaura nuestra realidad requiere un ordenamiento. La realidad exterior no se presenta por sí misma salvo bajo el reino de la autoconservación, que sólo se sostiene en los niveles de animalidad más básicos, limitación del ser humano a su pura condición biológica. Cuestión que no es menor y sobre la cual volveremos ya que en su horizonte ideológico se encierra el retorno a una biopolítica deshumanizante que no puede conducir, en sus bordes, sino al aniquilamiento. Este conocimiento del mundo no se realiza por la experiencia, sino por la compleja relación entre lo vivido y los discursos previos o posteriores que la significan y articulan. Si Freud en el Proyecto de Psicología para Neurólogos reconoce que la alucinación primitiva no puede ser abandonada sólo porque no satisface las necesidades fundamentales del organismo, no resuelve la paradoja que inaugura respecto a que si bien su permanencia conduciría a la muerte, su erradicación absoluta nos dejaría inermes frente a un real que no adquiriría significación libidinal, vale decir significación humana. Trato, simplemente, de considerar la idea de que no es posible el conocimiento del mundo –y las fallas mismas de este conocimiento, sus límites y aporías– sin la presencia de un discurso precedente que opere como garante y organizador de la percepción. Siendo entonces que el ser humano no puede aprender a vivir por ensayo y error, porque moriría al primer intento fallido. Es el discurso instituyente del otro humano el que posibilita el modo de relación con el mundo que implica organizaciones y valoraciones. Pero ese otro no sólo organiza lo que un Castoriadis ha denominado la lógica identitaria1, instituyente de los recortes organizadores del universo, sino también instituye identidades, y esas identidades no pueden establecerse sino por diferenciación. El yo toma entonces un carácter identitario que no se reduce a su propia visión y vicariancia del cuerpo real, sino que cerca un universo de objetos que lo constituyen y separan de otros seres humanos. Estos discursos instituyen universos posibles de aceptación y rechazo: ¨No te acerques a los perros callejeros porque te pueden morder, y aléjate de los pobres y mal vestidos porque te pueden robar”. El famoso a-priori kantiano está, entonces, en el modo con el cual cada cultura ordena lo aceptable y lo inaceptable, lo racional y lo irracional. A-priori que es transmitido por el adulto al niño: “no metas los dedos en el enchufe porque te morís”, sería una frase vacía si no proviniera de otro calificado para la protección absoluta de la vida y la garantía de amor que implica su conservación. Hay una antecedencia a la experiencia, entonces, que se instala definiendo la diversidad por medio del discurso, y que posibilita la existencia, tanto vital como representacional. Esta antecedencia de la experiencia es tan arbitraria como necesaria, porque se establece sobre un conocimiento de la realidad que la encubre y ordena al mismo tiempo, realidad que sería inaprensible sin su captura, o que quedaría reducida a la inmediatez de la experiencia individual. Pero el otro humano transmite no sólo lo adaptativo, sino lo “desadaptado” de la especie2: las inscripciones neuróticas del real vivido, las experiencias generacionales que constituyeron a quienes tienen a su cargo al niño, los juicios y prejuicios que se muestran irreductibles, que operan como bloques recortados no disolubles por la experiencia, e incluso que llevan a transformar al objeto prejuiciado en aquello que previamente se impuso como su rasgo dominante: Si los nazis consideraban a los judíos seres sucios y cobardes, su cometido fue demostrarlo mediante formas de encierro y destrucción que los tornaban inertes. Si la supervivencia se hacía imposible sin las transacciones con la codicia de los captores, se inculpaba a quien ejercía la transacción de codicioso y no confiable, dentro de condiciones de inconfiabilidad total como garantía de la vida. Si se considera que los negros son haraganes, no hay más que encerrarlos en barricas hacinadas y luego hacerlos trabajar con un látigo, mostrando de este modo que no hay posibilidad de confiar en ellos y generando condiciones de segregación que posibilitan el prejuicio. Stephen J. Gould realizó un interesante estudio de los tests mentales proporcionados a inmigrantes que llegaban a Estados Unidos en la década del 20. Estos tests tendían a demostrar la incapacidad intelectual de aquellos a quienes se les realizaban: se les presentaba, por ejemplo, el dibujo de una cancha de tenis sin red, pidiéndoles que dijeran qué le faltaba. La mayoría, proveniente de culturas agrícolas, respondían: “Las plantas, los árboles, la casa, el chiquero…”. Por supuesto, jamás se les hubiera ocurrido que lo ausente era una red para realizar un juego en un terreno cercado cuyo destino sólo se podía ver como destinado a la producción. Las respuestas, por supuesto, avalaban el prejuicio respecto a la disminución mental de los inmigrantes, dejando a los expertos satisfechos con la corroboración de su prejuicio devenido teoría. Lo que caracteriza al prejuicio es su irreductibilidad a toda argumentación y toda demostración que pueda salirse de las reglas enunciativas planteadas, y en este caso se emparenta con el dogmatismo, que no es sino un ejercicio de administración del poder político de las ideas sin miras por su fecundidad o su falla. Pero el prejuicio es del orden de la intersubjetividad, y no regula relaciones con la naturaleza sino entre los seres humanos. El concepto de regulación no debe tomarse acá en sentido positivo, sino como dispositivo que organiza un sistema de representaciones que permite la acción bajo cierta “normatización” por muy irracional y mortífera que sea. Tanto Hanna Arendt en “La banalidad del mal” como Bauman en “Modernidad y Holocausto” se han dedicado a mostrar cómo no son irracionales las acciones genocidas perpetradas durante la segundo guerra sino que constituyen la culminación misma de un modo de pensamiento segregatorio que obedece a una racionalidad que expresa, al límite, las reglas de la sociedad moderna –podríamos decir del arrastre hasta las últimas consecuencias de la ideología del capitalismo que degrada al hombre a su condición de objeto. Cuando decimos que el prejuicio es un modo de ordenamiento arbitrario y que va más allá de toda racionalidad que pueda fracturarlo, se trata de un tipo de enunciado que se diferencia del juicio a priori. Mientras que sería imposible, como dijimos antes, establecer ningún tipo de conocimiento sin sostenerse en juicios a priori para luego someterlos a caución, el prejuicio es inconmovible a toda evidencia, ya que siempre encontrará en el elemento que podría “falsar” la teoría que sostiene en el sentido popperiano del término, vale decir darle validez científica a partir de que es sustituible en función de sus propias fallas, para emplearlo como corroboración. Si un árabe no estafa, es buen amigo y solidario, eso no pone en cuestión la categoría prejuiciosa general de que el resto de los árabes lo son. Cuántas veces hemos escuchado la frase “pero es un judío diferente”, lo que marca al mismo tiempo el sostenimiento del prejuicio y la imposibilidad de falsar su enunciado general respecto a que el resto de los judíos son avaros, sucios o interesados. Una necesidad de diferenciación se torna necesaria también respecto al dogmatismo. El dogmatismo se sostiene en el eje mismo del pensamiento teórico, y su recurrencia es la filiación a un maestro o guía al cual se deja a salvo de todo error, de toda falla, considerando su teoría como completa y acabada, aplicable y no sometida a caución. El dogmatismo puede llegar al extremo de justificar, llenar de hipótesis adventicias, rellenando con su propio intento de dar coherencia a la incoherencia, llevando la teoría hasta tal nivel de absurdo que su choque con el sentido común no es ya progresivo –como lo fue de origen– sino regresivo. Tal es el caso del aferramiento de algunos sectores del psicoanálisis a ciertos conceptos inaceptables, como la superposición del imperativo categórico de la prohibición del goce intergeneracional con la presencia del padre real o con su Nombre, reificando los modos de propiedad de la sociedad europea vigente durante gran parte del siglo XX. La base del dogmatismo gira entonces alrededor de la validación lógica por medio del argumento ad hominem: Freud lo dijo, Lacan lo dijo, sin tener en cuenta que en el proceso de cercamiento del objeto lo que el productor inscribe son enunciados cuya verdad es pertinente a un universo de objetos que es compartido en general por el prejuicio y el dogmatismo, con la diferencia de que en el prejuicio se apela a “es sabido”, “todo el mundo sabe”, o “a mi abuelo le pasó con esa gente…” En el dogmatismo, por el contrario, la atribución de verdad por referencia al autor cosifica el discurso y plantea una descalificación del interlocutor en función de no poner en riesgo la totalidad de los enunciados del autor de referencia que se quiere sostener como bloque articulado de verdad. En ambos casos lo que falla es el pensamiento crítico que consiste en remitir los enunciados a la red que los determina y sobre la base del cotejo con la experiencia que los hace estallar, poner en tela de juicio su verdad universal, sin por ello hacer desaparecer el campo de verdad que encierran pero reduciendo sus límites a las condiciones que los enlazan. El mecanismo psíquico determinante del prejuicio se sostiene en la renegación, o juicio de desestimación, que consiste en la subordinación de la percepción al enunciado que la destituye. La teoría clásica psicoanalítica lo remite a la anulación de la castración, bajo formas sintomáticas –el fetichismo– o discursivas en la primera infancia. Sin embargo, podemos considerar a la Verleugnung –renegación o desestimación por el juicio según las traducciones– como un mecanismo constitutivo del psiquismo. El plano de la creencia sería imposible sin algún modo de escisión longitudinal del psiquismo, vale decir de escisión yoica, que permita conservar la creencia y el juicio de realidad al mismo tiempo: tema que el arte pone de relieve, cuando viendo, leyendo o escuchando algo que nos conmueve, sin embargo conservamos la distancia suficiente para no quedar capturados totalmente por la ficción, haciendo simultáneamente catarsis y sustrayéndonos del efecto de engolfamiento con el cual podemos quedar anulados desde el punto de vista subjetivo. El plano de la creencia no es simplemente ocultamiento de la realidad, sino en la mayoría de los casos verdad asentada para el manejo de la misma. Pero verdad presta a ser destituida por el avance de nuevas preguntas y no por la elaboración de nuevas respuestas. Las discusiones científicas bizarras no permiten el avance del pensamiento, y volver a poner en debate si la tierra es plana o redonda, para decirlo de un modo simple, es regresivo y pura sofística post-moderna estéril. Seamos cartesianos: sometamos a debate lo posible y lo que permite el avance del conocimiento, y sostengamos en el borde la creencia para poder avanzar. No estoy dispuesta a discutir la existencia del inconciente, sino su materialidad y origen. La primera es una discusión anacrónica a la cual me obligan, en todo caso, las pugnas del mercado teórico que pretenden sostener sus imperios o avanzar sobre nuevas tierras. Pero sí es necesario someter a debate el estatuto de lo inconciente, la función de la representación en la génesis de la patología psíquica, y en última instancia, la necesidad de hacer un gran debate respecto al tema que atraviesa hoy a todas las ciencias sociales y que bajo su disfraz actual sólo intenta volver al debate del siglo XIX sobre “naturaleza o cultura”, y que lleva como trasfondo ideológico la justificación por naturalización de la desigualdad y de la marginación, amén del sometimiento del ser humano a su condición natural, con el prejuicio subsiguiente de que lo superfluo debería desaparecer y sólo se sostiene por caridad y no por responsabilidad social compartida. Pero volviendo al plano de la creencia, en el caso del prejuicio lo que le da el carácter patológico es su inamovilidad, su imposibilidad de destitución mediante pruebas de realidad teóricas o empíricas, y el orden de certeza con el cual el sujeto sostiene lo indefendible o incluso lo que entra en contradicción con otros principios que rigen su vida. De tal modo, el prejuicio puede operar, en el mejor de los casos, como una defensa ante lo que los sociólogos han llamado “la fatiga de la compasión”, que consiste en la insoportable sensación de impotencia frente al sufrimiento ajeno. Ello conduce a justificarlo, a transformar a la propia víctima en culpable, en aquella que tiene todos los vicios que justifican su desaparición, sea mediante barreras que le impidan el ingreso a los espacios de inclusión, sea directamente mediante su aniquilamiento. En el peor de los casos, el prejuicio permite que el yo se haga cargo de mociones hostiles o egoístas inconfesables en el plano ético. Egoísmo, esa vieja palabra que Freud mismo empleara para aludir al carácter insaciable y perverso de la pulsión, ha desaparecido detrás de un vocabulario técnico que sostiene en el plano de las sombras la ética necesaria de una práctica que se define ante el sujeto moral y que se ve hoy obligada a revisar los límites de la abstinencia en el marco de su propio compromiso no sólo social sino terapéutico. A modo de disgresión: ¿Cómo realizar nuestras intervenciones terapéuticas cuando un sujeto deprimido no puede representarse una vida en la cual la desconfianza por el semejante, su utilización y deshumanización, estén en el centro mismo de su soledad más allá de los vínculos supuestos que establezca? Se enlaza allí algo de la patología con los modos racionalizantes de la ideología en curso, que torna muy difícil sostener los límites de la abstinencia moral respecto a la necesaria determinación ética de la existencia3. Porque volviendo al prejuicio, podemos señalar que es algo que se sostiene en el margen mismo de la deshumanización del otro, vale decir de la negativa a otorgarle la igualdad ontológica –su pertenencia plena a la especie– y es empleado como justificativo para la arbitrariedad y la exclusión. Siendo prácticamente imposible una vida sin prejuicios, el lugar que el prejuicio ocupe y la operatividad que abarque se determina por la ideología que lo facilita o lo transforma en rasgo dominante. No puede ser analizado psicopatológicamente, si bien es frecuente en las patologías delirantes que lo transforman en eje mismo del accionar psíquico, por lo cual no corresponde, en mi opinión, definirlo como “enfermedad social” salvo como metáfora. En tal sentido, la lucha histórica de la humanidad ha consistido en redefinir permanentemente el universo del semejante para ordenar las pautas de la extinción mutua que posibilita la realización sin culpa de las acciones mortíferas que la invaden. Los dos grandes intentos humanitarios universales: el cristianismo y el socialismo, que no ponen reparos a la noción de humanidad como todo solidario sobre el cual debe ejercerse el principio ético de amor al otro y de contemplación de sus necesidades como obligaciones morales, parecen estar en retroceso frente a la ideología dominante basada en el individualismo hedonista con el cual se favorece el empleo del otro como medio u obstáculo para la acción. En este sentido hay incluso, en algunos sectores, un desmantelamiento de las creencias previas, y una redefinición pragmática de la noción de semejante y la instauración del prejuicio. El relativismo moral y lo “políticamente correcto”, no son sino síntomas de despedazamiento de una sociedad en la cual prejuicio y equilibramiento ético vienen luchando cuerpo a cuerpo definiendo la historia entre egoístas y altruistas, con dominancias temporales y momentos de mayor racionalidad crítica. El relativismo moral, que aparece como apertura, es el abandono de todo sostén ético para la acción, la cual queda definida por su resultado y no por su relación con los principios que deben regirla en aras de que la sociedad de pertenencia se sostenga. No puedo dejar de señalar, a esta altura, el peso con el cual teorías higienistas de la sociedad han ubicado el prejuicio como saludable y no como enfermo, dándole racionalidad sintónica con las necesidades representacionales o materiales de una población. La idea del otro como portador de gérmenes, o como bacilo que enferma al conjunto, tan propiciada por el terrorismo de Estado y que encuentra su paradigma en los eufemismos con los cuales se define el aniquilamiento sin enjuiciamiento moral en razón de su utilidad para el conjunto, es típico del modo con el cual se van instalando en la sociedad las frases que anudan en los bolsones de fascismo que nos atraviesan: “a los piqueteros hay que matarlos a todos, porque no quieren trabajar”, no es sino el sustrato representacional del modo con el cual el prejuicio deviene complicidad para la acción mortífera que realizan otros a los cuales no sólo se los tolera sino se los aplaude silenciosamente. No podría terminar estas breves reflexiones sin un retorno a conceptos básicos que sostienen nuestro pensamiento. Mediante una vuelta a la metapsicología freudiana, al concepto de clivaje psíquico, a lo inconfesable de nuestros malos pensamientos y no sólo de nuestras malas acciones, lo que marca la cualidad ética de un sujeto es el carácter avergonzante del prejuicio, su propio enjuiciamiento moral hacia el mismo, y la búsqueda constante de elementos que permitan su destitución. El hecho de que su conciencia moral se avergüence de sus propias impulsiones mortíferas y que el ideal del yo lo ponga en correlación con su propia ética como prerrequisito para ser amado. Por el contrario, cuando el prejuicio deviene organizador de la acción, su carácter primordialmente antiético se expresa en la reducción del universo de lo humano a una identificación ficticia, alienada, donde los rasgos que determinan la elección del otro no están dados por el juicio crítico sino por preconceptos respecto a quién es ya no mi semejante sino mi socio en la resolución de necesidades y demandas. El prejuicio es, indudablemente, una excelente coartada psíquica para la elusión de responsabilidades y el ejercicio de la inmoralidad. Notas 1. Ver “La institución imaginaria de la sociedad”, Vol. II, Tusquets Ed., Barcelona, España 2. J. Laplanche, Nuevos fundamentos para el psicoanálisis, Amorrortu Ed. Buenos Aires, 1989 3. He trabajado a lo largo de este último año las grandes premisas éticas fundadoras de la humanización y su diferenciación con la moral en curso. Así como Freud debatió la moral sexual contemporánea de su época, creo que los analistas no hemos llevado aún un debate a fondo respecto a la moral sexual contemporánea, sostenida en la cosificación, la división parcial del otro, y el usufructo racionalizado del goce que deshabita a quien lo ejerce y no sólo a quien lo padece. A continuación la opinión sobre el tema del Staff Profesional de nuestra Fundación. Este artículo vuelve a mostrarnos, tal como lo vimos en Construir al Enemigo de Humberto Eco, la necesidad de diferenciación del "otro", y cómo actúan los prejuicios, ya no en ese sentido, sino más bien como justificativos para aceptar las desigualdades, tornándolas naturales, y toda acción (que en otros casos sería repudiable) que se lleve a cabo para acabar (literal o metafóricamente) con aquel que es señalado como distinto. Esto sucede habitualmente con quienes tienen consumos problemáticos, y por este motivo, suelen ser señalados como personas poco confiables, siempre están mintiendo, peligrosas, "la droga" puede hacerles cometer crímenes de toda índole, y características similares, y que tantas veces vemos en los titulares de los medios de comunicación. Podríamos concluir, de acuerdo con el artículo, en que los prejuicios nos permiten no reflexionar sobre el grado de responsabilidad que tenemos como sociedad, pudiendo depositar todo lo malo en aquellos que lo portan: los drogones, los delincuentes, los pobres....

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