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viernes, 29 de marzo de 2019

CONSTRUIR AL ENEMIGO.!!! ( Parte 2 )

Pero tanto, en la Antigüedad como en la Edad Media se habla de brujas y brujos más que nada como referencia a creencias populares, como incidentes de posesión episódicos a fin de cuentas. Roma no se sentía amenazada por las brujas en los tiempos de Horacio, y en la Edad Media aún se pensaba que, en el fondo, la brujería era un fenómeno de autosugestión, es decir, que la bruja era aquella que se creía una bruja, como recitaba en el siglo IX el Canon episcopi. Algunas mujeres depravadas, votadas a Satanás y desviadas por sus ilusiones y seducciones, creen y afirman cabalgar de noche ciertas bestias, en compañía de una muchedumbre de mujeres, siguiendo a Diana. […] Los sacerdotes deben predicar constantemente al pueblo de Dios que eso es absolutamente falso, y que tales fantasías no las despierta el espíritu divino en las mentes de los fieles sino el espíritu malvado. Satanás, en efecto, se transforma en ángel de la luz y toma posesión de la mente de esas mujercillas y las domina a causa de su escasa fe e incredulidad. Por el contrario, la bruja empieza a congregarse en sectas, a celebrar sus aquelarres, a volar, a trocarse en animal, y a convertirse en enemigo social en los albores del mundo moderno, tanto que se merece los procesos inquisitoriales y la hoguera. No trataremos aquí el problema complejo del síndrome de la brujería, si se trata de búsqueda de un chivo expiatorio en el curso de profundas crisis sociales, de influencias del chamanismo siberiano o de la permanencia de arquetipos eternos. Lo que nos interesa en este ámbito sigue siendo el modelo recurrente de la creación de un enemigo, modelo que es análogo al de la construcción del hereje o del judío. Y no basta con que hombres de ciencia como Gerolamo Cardano (De rerum varietate, XV) en el siglo XVI avanzaran sus objeciones de sentido común: Son mujercillas de miserable condición, que malviven en los valles alimentándose de castañas y hierbas. […] Por eso son macilentas, deformes, tienen la tez térrea, los ojos saltones, y su mirada demuestra su temperamento melancólico y bilioso. Taciturnas y ausentes, se diferencian poco de los que están poseídos por el demonio. Son tan firmes en sus opiniones, que de atender sólo a los discursos que hacen, se podría considerar verdadero lo que cuentan con tanta convicción, hechos que no se han producido jamás ni jamás se producirán. Las nuevas oleadas de persecución empiezan con los leprosos. Carlo Ginzburg recuerda que en 1321 los quemaron en toda Francia porque intentaron matar a la población envenenando aguas, manantiales, pozos: «Las mujeres leprosas que hubieran confesado el crimen, espontáneamente o por efecto de la tortura, debían ser quemadas, a menos que estuvieran embarazadas; si lo estaban, habían de permanecer separadas hasta el parto y el destete del niño y ser posteriormente quemadas». No resulta difícil identificar aquí las raíces de los procesos a los que contagiaban la peste, a los manzonianos untadores. Ahora bien, el otro aspecto de la persecución citada por Ginzburg es que automáticamente a los untadores leprosos se los relacionaba con los judíos y los sarracenos. Varios cronistas referían voces según las cuales los judíos eran cómplices de los leprosos y por ello a muchos se los quemaba con ellos: «El populacho se tomaba la justicia por su mano, sin llamar ni al preboste ni al bailío: encerraban a la gente en su casa, junto con el ganado y los muebles, y los quemaban[15]». Uno de los jefes de los leprosos habría confesado haber sido corrompido con dinero por un judío, que le entregó un veneno (hecho con sangre humana, orina, tres hierbas y hostia consagrada) dentro de bolsitas provistas de pesos para que se hundieran más fácilmente en los manantiales; pero el que había dado el encargo a los judíos fue el rey de Granada, y otra fuente sumaba a la conjura también al sultán de Babilonia. De esta forma, con un solo golpe se reunían tres tipos de enemigo tradicional: el leproso, el judío y el sarraceno. La remisión al cuarto enemigo, el hereje, lo proporcionaba el detalle de que los leprosos convocados tenían que escupir sobre la hostia y pisotear la cruz. Más tarde, rituales de ese tipo serán practicados por las brujas. Si en el siglo XIV aparecieron los primeros manuales para el proceso inquisitorial que apuntaba a los herejes, como la Practica inquisitionis hereticae pravitatis de Bernardo Gui o el Directorium Inquisitorum de Nicolás Aymerich, en el siglo XV (mientras en Florencia Marsilio Ficino traduce a Platón por encargo de Cosme de Médicis y según una conocida parodia goliardesca los seres humanos se disponían a cantar «che sollievo, che sollievo – siamo fuor dal Medioevo» [qué alivio, qué alivio, de la Edad Media hemos salido], entre 1435 y 1437 aparece (se publica posteriormente en 1473) el Formicarius de Nider, donde por primera vez se habla de las distintas prácticas de brujería en sentido moderno. En la bula Summis desiderantes affectibus, de 1484, Inocencio VIII escribía: En los últimos tiempos llegó a Nuestros oídos, no sin afligirnos con la más amarga pena, la noticia de que en algunas partes de Alemania […] muchas personas de uno y otro sexo, despreocupadas de su salvación y apartadas de la Fe Católica, se abandonaron a demonios, íncubos y súcubos, y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y otros execrables embrujos y artificios, enormidades y horrendas ofensas, han matado niños que estaban aún en el útero materno, lo cual también hicieron con las crías de los ganados; que arruinaron los productos de la tierra, las uvas de la vid, los frutos de los árboles. […] Por cuanto Nos, como es Nuestro deber, Nos sentimos profundamente deseosos de […] aplicar potentes remedios para impedir que la enfermedad de la herejía y otras infamias den su ponzoña para destrucción de muchas almas inocentes, […] decretamos y mandamos que los mencionados Inquisidores [Sprenger y Kramer] tengan poderes para proceder a la corrección, encarcelamiento y castigo justos de cualesquiera personas. Y, en efecto, inspirándose también en el Formicarius, Sprenger y Kramer publicarían en 1486 el infame Malleus maleficarum (El martillo de las brujas). Cómo se construía una bruja nos lo dicen (un ejemplo entre miles) los autos del proceso inquisitorial contra Antonia de la parroquia de Saint-Jorioz, diócesis de Ginebra, en 1477: La acusada, habiendo abandonado a su marido y a su hija, se llegó con Masset al lugar denominado «laz Perroy» junto al torrente […] donde se celebraba una sinagoga de herejes, y donde halló a numerosos hombres y mujeres, que allá se cortejaban, danzaban y bailaban hacia atrás. Le mostró entonces un demonio, llamado Robinet, que tenía el aspecto de un negro, diciendo: «Éste es nuestro maestro, al que debemos rendir homenaje, si quieres conseguir lo que deseas». La acusada le preguntó cómo debía proceder […] y el mencionado Masset le contestó: «Renegarás de Dios tu creador, y de la fe católica y de esa rufiana de la Virgen María y aceptarás como señor y maestro tuyo a este demonio llamado Robinet y harás a su manera todo lo que él quiera […]». Oídas estas palabras, la acusada empezó a entristecerse y se negó a hacerlo de buenas a primeras. Pero al final renegó de Dios su creador diciendo: «Yo reniego Dios mi creador y de la fe católica y de la santa Cruz, y te acepto a ti, demonio Robinet, como mi señor y maestro». Y rindió homenaje al demonio besándole el pie. […] Luego, en menosprecio de Dios, arrojó al suelo y pisoteó con el pie izquierdo hasta romperla una cruz de madera. […] Se hizo transportar sobre un bastón de un pie medio de largo; para ir a las sinagogas, la acusada debía untarlo con el ungüento contenido en un copón, que estaba lleno, y colocárselo entre las piernas diciendo: «¡Adelante, ve adonde el diablo!» e inmediatamente era transportada por el aire con un movimiento rápido, hasta el lugar de la sinagoga. Confiesa también que en ese lugar comieron pan y carnes: bebieron vino y volvieron a bailar; entonces, habiéndose transformado el susodicho demonio, su maestro, en un perro negro, lo honraron y reverenciaron, besándolo en el trasero; por último, el demonio, habiendo apagado el fuego que allá resplandecía de llamas verdes que iluminaban la sinagoga, exclamó con gran voz: «¡Meclet! ¡Meclet!» y a ese grito yacieron animalmente los hombres con las mujeres y la acusada con el susodicho Masset Garin [16]. Esta declaración, con los varios detalles del escupitajo a la cruz y del beso en el ano, recuerda casi literalmente las declaraciones del proceso de los templarios que se había producido siglo y medio antes. Lo que llama la atención es que no solo los inquisidores de este proceso del siglo XV están guiados, a la hora de plantear sus preguntas y alegatos, por lo que han leído en los procesos anteriores, sino que, en todos estos casos, la víctima, al final de un interrogatorio, que se considera bastante denso, se convence de los cargos que se le imputan. En los procesos de brujería no solo se construye una imagen del enemigo, y no solo la víctima al final confiesa incluso lo que no han hecho, sino que al confesarlo se convence de haberlo hecho. Recordarán que un procedimiento análogo se relata en El cero y el infinito (1941) de Koestler, y que también en los procesos estalinistas primero se construía la imagen del enemigo y luego se convencía a la víctima de que se reconociera en esa imagen. La construcción del enemigo induce a convertirse en tal también a quienes aspirarían a un reconocimiento benévolo. Teatro y narrativa nos muestran ejemplos de «patitos feos» que, despreciados por sus semejantes, se adecuan a la imagen que se tiene de ellos. Como ejemplo típico citaría Ricardo III: Mas yo, que no nací para estas travesuras, ni estoy hecho para cortejar a un amoroso espejo […]; yo, que estoy privado de bellas proporciones, y traicionado en mis rasgos por falaz naturaleza, deforme, inconcluso y enviado antes de tiempo a este mundo viviente, a medio hacer apenas, y además tan cojo y tan falto de garbo que los perros me ladran cuando me detengo; pues yo, […] no hallo otro gusto para matar el tiempo, que espiar mi sombra dibujada al sol mientras sobre mi deformidad voy discurriendo; y puesto que no puedo probarme como amante, […] he determinado probarme cual villano [17]. Al parecer no podemos pasarnos sin el enemigo. La figura del enemigo no puede ser abolida por los procesos de civilización. La necesidad es con natural también al hombre manso y amigo de la paz. Sencillamente, en estos casos, se desplaza la imagen del enemigo de un objeto humano a una fuerza natural o social que de alguna forma nos amenaza y que debe ser doblegada, ya sea la explotación capitalista, la contaminación ambiental o el hambre en el Tercer Mundo. Ahora bien, aun siendo estos casos virtuosos, como nos recuerda Brecht, también el odio hacia la injusticia desencaja el rostro. Así pues, ¿la ética es impotente ante la necesidad ancestral de tener enemigos? Yo diría que la instancia ética sobreviene no cuando fingimos que no hay enemigos, sino cuando se intenta entenderlos, ponerse en su lugar. No hay en Esquilo rencor hacia los persas, cuya tragedia vive entre ellos y desde su punto de vista. César trata a los galos con mucho respeto; a lo sumo, hace que resulten un poco lloricas cada vez que se rinden, y Tácito admira a los germanos, puesto que tienen una hermosa complexión y se limita a deplorar su suciedad y su reluctancia a llevar a cabo trabajos pesados porque no soportan ni el calor ni la sed.
Intentar entender al otro significa destruir los clichés que lo rodean, sin negar ni borrar su alteridad. Pero seamos realistas. Estas formas de comprensión del enemigo son propias de los poetas, de los santos y de los traidores. Nuestras pulsiones más profundas son de un orden muy diferente. En 1968 se publicó en Estados Unidos un Informe secreto de Iron Mountain sobre la posibilidad y conveniencia de la paz, de autor anónimo (alguien incluso llegó a atribuírselo a Galbraith [18]). Claramente, se trata de un panfleto contra la guerra, o por lo menos de un lamento pesimista sobre su inevitabilidad. Pues bien, puesto que para hacer la guerra se necesita a un enemigo con quien luchar, el carácter ineluctable de la guerra se corresponde con lo ineluctable de la elección y construcción del enemigo. De este modo, con extremada seriedad, en ese panfleto se observaba que la reconversión de toda la sociedad norteamericana a una situación de paz sería desastrosa porque solo la guerra es el fundamento del desarrollo armónico de las sociedades humanas. Su despilfarro organizado constituye la válvula que regula la buena marcha de la sociedad. La guerra resuelve el problema de los suministros; es un acicate. La guerra permite que una comunidad se reconozca como «nación»; sin el contrapeso de la guerra, un gobierno no podría establecer ni siquiera la esfera de su misma legitimidad; solo la guerra asegura el equilibrio entre las clases y permite colocar y explotar a los elementos antisociales. La paz produce inestabilidad y delincuencia juvenil; la guerra encauza de la mejor manera todas las fuerzas turbulentas dándoles un «estatus». El ejército es la última esperanza de los desheredados y de los inadaptados; solo el sistema de la guerra, con su poder de vida y muerte, predispone a las sociedades a pagar un precio de sangre también por instituciones que no dependen de ella, como el desarrollo del automovilismo. Ecológicamente, la guerra nos dota de una válvula de escape para las vidas en excedencia; y, si hasta el siglo XIX morían en la guerra solo los miembros más valiosos del cuerpo social (los guerreros), y se salvaban los ineptos, los sistemas actuales han permitido superar este problema con los bombardeos sobre poblaciones civiles. El bombardeo limita el aumento de la población mejor que el infanticidio ritual, la castidad religiosa, la mutilación forzada o el uso extensivo de la pena de muerte… Por último, solo la guerra permite el desarrollo de un arte verdaderamente «humanista», en el que predominen las situaciones de conflicto. Así pues, la construcción del enemigo debe ser intensiva y constante. George Orwell en 1984 nos ofrece un modelo verdaderamente ejemplar: Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio. Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando. […] El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía, sin embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; […] pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogabo por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. […] Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. […] En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. […] La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillando histéricamente como los demás y dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque uno era arrastrado irremisiblemente. […] Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante [19]. No es necesario alcanzar los delirios de 1984 para reconocernos como seres que necesitan a un enemigo. Estamos viendo lo que puede el miedo de los nuevos flujos migratorios. Ampliando a toda una etnia las características de algunos de sus miembros que viven en una situación de marginación, se está construyendo hoy en día, en Italia, la imagen del enemigo rumano, chivo expiatorio ideal para una sociedad que, arrollada por un proceso de transformación también étnica, ya no consigue reconocerse. La visión más pesimista al respecto es la de Sartre en A puerta cerrada. Por una parte, podemos reconocernos a nosotros mismos solo en presencia de Otro, y sobre este principio se rigen las reglas de convivencia y docilidad. Pero, más a menudo, encontramos a ese Otro insoportable porque de alguna manera no es nosotros. De modo que, reduciéndolo a enemigo, nos construimos nuestro infierno en la tierra. Cuando Sartre encierra a tres difuntos, que en vida no se conocían, en una habitación de hotel, uno de ellos entiende la tremenda verdad: Ya verán qué tontería. ¡Una verdadera tontería! No hay tortura física, ¿verdad? Y, sin embargo, estamos en el infierno. Y no hay nadie. Nadie. Nos quedaremos hasta el fin solos y juntos. ¿No es así? En suma, alguien falta aquí: el verdugo. […] Han hecho una economía personal. Eso es todo. […] El verdugo es cada uno para los otros dos [20]. [Conferencia dictada en la Universidad de Bolonia el 15 de mayo de 2008 en el marco de las veladas sobre los clásicos y publicada en Ivano Dionigi (ed.), Elogio della politica, Milán, BUR, 2009]. A continuación la opinión sobre el tema del Staff Profesional de nuestra Fundación. Hemos elegido del recientemente fallecido Umberto Eco, linguista y filólogo italiano, con una gran producción y títulos muy conocidos, siendo tal vez El Nombre de la Rosa el más recordado de todos ellos, aunque no el más profundo o complejo en su lectura. De estos títulos, tomamos "Construir al Enemigo" y su primer capítulo, que hemos seleccionado, nos explica esa vieja cualidad humana de diferenciarse de su semejante, a través por lo general, de las peores formas de la discriminación y desprecio por los mismos. El texto nos indica parte de lo antiguo que son estos sentimientos y nos da una nueva luz al hecho común donde el supuesto sentido del mismo nombre, amén de lo que nos comentan los medios, alimentan estas formas de hacer sentir que hay un otro que es peor que uno y probablemente "no semejante". Desde el bárbaro de los antiguos griegos, a los migrantes, distintos de cualquier forma diferenciados por cuestiones de lengua, religión o costumbres, cuestionados cuando no perseguidos, nosotros en el lugar del otro nos sentimos enemigos o extranjeros. Todavía es más trágico, cuando en una sociedad que nos incluye en apariencia, muchos se convierten en diferentes, por prácticas o pensamientos distintos. Leer con atención y aprehender este artículo, de ser incorporado nos podría alentar a tener prácticas mejores en nuestra conducta con otros seres humanos.

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