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martes, 23 de octubre de 2018

PERO, QUE ES LA SALUD MENTAL?

Artículo de Franco Rotelli. Psiquiatra. Fue uno de los protagonistas de la Reforma Psiquiátrica en Italia y uno de los principales colaboradores de Franco Ba­saglia, primero en el Hospital Psiquiátrico de Parma y luego, hasta 1979, en el Hospital Psiquiátrico de Trieste. Ex Director del Departamento de Salud Mental de Trieste. Puede ser que la salud mental sea lo contrario de la locu­ra. En lo que a mí respecta, imagino que ser loco no signifi­ca otra cosa que tomarse muy, demasiado (o del todo) en serio. Si está en el lado opuesto, la salud mental no podrá más que identificarse con el ejercicio de la vacuidad, de lo insignificante; en síntesis, la realización completa del ser de mala fe y del sufrir la obtusa planicie de la inercia. Afortunadamente, entre estos dos extremos hay una razonable dosis de angustia que casi todos llevan detrás y una razonable dosis de estolidez y de mentira que no permite, de entrada, abrumar nuestro equilibrio inestable. Equilibrio quién sabe qué tanto deseable, quién sabe cuán­to mediado. hecho tal por un contrato social que, medido en mercancías y productos. constituye nuestra formación mercantilista que avanza sobre todo y que decide sobre inclusión/exclusión. La verdadera cuestión es. entonces, cuándo y por qué la producción de sentires y un hacer compartido que nos aso­cien son posibles, creíbles, dedicados a otra utilidad que no sean las mercancías. El socialismo real nos ha enseñado que por el camino de las mercancías existe el engaño, la falta de libertad, la institucionalización de un poder abs­tracto hecho de ideología que deviene concreta y pene­trante violencia: el Estado.
Se podría imaginar que la salud mental está allí donde un sujeto puede existir con otros, comunicar de sí a través del lenguaje. poder hablar de él mismo a través de diferencias aceptables, constituirse por singularidad parcial y parcial comunalidad. Constituirse y ser constituido allí donde in­clusión/exclusión tienden. y se arriesgan entre ellas, sobre el límite en el cual otros puedan quedarse. tú puedas que­darte y juntos puedan hallar un sentir común, una praxis conjunta, un proyecto interrelacionado. Si es probable que solo el lenguaje pueda salvarnos; si es probable que en la locura haya, no sé si una elección, pero sí una complacencia segura, un mimo continuo, una seducción sufrida, un tormento acariciado, una identidad extrema cualquiera, el otro resulta aún más decisivo de tu futuro. Si solo el otro puede salvarte de ti, puede retenerte aquí, quizás también pueda empujarte hacia allá o dejarte, abandonado y naufragado, desconectado; solo de esto es útil hablar. Mucho más no sé. Sé pues, entonces, que cuando se so­brepasa el límite. el contrato social prevé que alguno deba, por profesión y servicio, por tarea estatutaria, de algún modo, ocuparse de ti. Y también hemos visto qué puede suceder allí y vemos cada día qué sucede o es probable que suceda. Como allí pueda ser cementada la exclusión, juzgada tu no-salud y objetivada la enfermedad (sin embargo, siendo conscientes de que quizás es mejor ser "enfermos" que endemoniados o similar, pensando con duda razonable que sea mejor que de ti se ocupe el soi-disant médico en lugar de un soi-disant exorcista, y tal vez mejor un hospital en lugar del exilio en los confines del pueblo). Se tratará de entender mejor si desde allí es posible que vuelvan a anudarse los hilos de la inclusión o se agrave siempre y solamente la carga de una exclusión a menudo irreversible e irrevocable a través de profesiones y servicios dedicados. Si es claro que salud y enfermedad son a menudo copre­sentes en el cuerpo y en el alma; si es más difícil decir aquí dónde empieza una -la salud-y la otra -la enfermedad-se adquiere, dificil escapar a la sensación de que las palabras no indican nada de aquello que de verdad sucede aquí. La inadecuación de las palabras atañe a su naturaleza racio­nalizante, que parece inadecuada a la peculiaridad de lo irracional. Usar el lenguaje para entrar dentro de la locura es como usar un centímetro para medir un líquido. Pero, ¿es entonces adecuado el lenguaje para hablarnos de qué es la salud de la mente, de qué ingredientes se nutre una mente en la salud? Y salud, ¿a los ojos de quién? ¿De los otros que me observan y juzgan, o de mí, que me revuelvo en el sueño y en la vigilia para hacer frente a las amenazas guerreras que me son dirigidas cada día e intento así conservarme en la salud? Y, por otro lado, la secesión del mundo que es la exclu­sión internalizada, la agresión interiorizada y autovalidada, ¿será el signo extremo de la locura o el último residuo de salud mental. defendida a ultranza y contra toda eviden­cia? (Se necesitaría, pues, interrogarse sobre este extraño destino: si es así que sea propio destino que se deba pasar el tiempo defendiéndose de la "competencia").
Pero la verdadera cuestión permanece, si tiene algún sen­tido preguntarse qué sea la salud o la enfermedad mental en el interior de una organización social que decide ella qué es una y qué la otra. El control social casi total hace que, de la familia al sistema social. "el hacerse cargo" del presunto trastorno mental, el juicio sobre el venir a menos de la salud mental de un individuo, sean en general pre­coces y fulminantes. Podría ser salud mental el ser libres de la competencia, de la necesidad de producir más y me­jor, del riesgo de exclusión por inadecuación a las leyes del mercado (que pueden incluir el saber pescar, cazar, conocer de literatura y teatro, ser sonrientes y divertidos, poder cantar y bailar, estar llenos de iniciativas y fantasías, ser desenvueltos y sommeliers, eréctiles y actualizados, in­formatizados y musculados y, sin embargo, productores de cualquier mercancía en boga). La salud mental podría ser la infinita diversión del reconocerse todos diferentes, finalmente, y no por ello desiguales (no quiero ir a buscar en la biblioteca si la igual raíz de "diversidad" y "diversión" tiene razón de ser: me basta pensarlo y me gusta). ¿Qué establece, en cambio, en concreto, esta dañina equi­valencia entre salud mental y homologación, sino nuestro miedo de perdernos en el no-reconocimiento de mis homó­logos? También la literatura, el arte, el alimento, la poesía y el teatro son ya puros productos de consumo, objetos de conversación fútil, como charlas acerca de la calidad de cremas de belleza o del stock de ropa de marca. El pensa­miento propio no existe más como algo reconocible, objeto de ironía en el mejor de los casos; la transformación del mundo es ahora un concepto vacío de hombres y de ideas. Si el único concepto compartido es el desarrollo (y el con­ sumo), allí estará el indicador de salud mental. O a lo mejor en la casucha en Toscana donde se cultiva la huerta y el guisante oloroso, alguna vez allí donde la fatiga del vivir realiza su riesgo y su finitud, se descubre el hombre en su infinita miseria y, sin embargo, asume la carga. La evidente obviedad de aquello que estoy diciendo tiene un singular desconocimiento del noventa por ciento de las prácticas de quien hace profesión de producción de salud mental, las ciencias "psi" se dislocan y organiza_n pensamien­tos, modelos, prácticas y conceptos de distinta naturaleza, yuxtaponiendo autor sobre autor en un largo monólogo sin fin, soliloquio potente en tanto constitutivo de corporacio­nes de poder-saber, en tanto mercancía que se acumula y capital que se reproduce, no verificado, gratuito, por lo más autorreferencial, intangible por consensos entrecruzados. La psiquiatría ha sido (y lo es aún, en varios lugares) una suerte de instrumento del terror entendido como anulación y atribución de una identidad insoportable. "Basagliano" devendrá entonces el pensamiento sensato (ahora inhallable), el actuar inspirado en una ética mínima, la práctica decente de las instituciones y de los institutos, una acción dotada de aquel mínimo de crítica de la idio­tez científica instituida en la conveniente sociedad de la cual la psiquiatría forense constituye su apogeo, desinsti­tucionalizar el prejuicio, relativizar todo juicio, respetar aquel tomarse tan en serio, con esto quizás poder romper los muros, por un ansia de democracia que pueda reducir en alguna medida la obligación de la mala fe como única defensa de la locura. Podrá permitirlo el tener proyectos autónomos, tener un socius en esto, cómplices aquí y allá, construir junto al otro una frase de la cual sepamos solamente alguna palabra, alguno o alguna cosa que no se canse de tu deformidad. ¿Y si, además, fuésemos capaces de constituir al otro en valor? Quizás (psiquiatras) habremos comenzado a hacer nuestro trabajo. Será siempre tarde.

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