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miércoles, 29 de abril de 2020

El encierro del tiempo.

Por Lic. Leonardo Gorbacz. Nota del portal EL ROMPEHIELOS. La pandemia nos obligó a encerrarnos en nuestras casas, pero la mayor angustia no proviene del encierro en un espacio, sino en un tiempo: en el presente continuo en que estamos viviendo hace semanas. Construimos nuestras vidas en base a la creencia de un futuro más o menos previsible que nos permite hacer planes y darles sentido a nuestras vidas. Al agobio de algunas obligaciones les oponemos los sueños de viajes, mudanzas, graduaciones, llegada de nuevos miembros a la familia, la posibilidad de conseguir trabajo, el cumpleaños de 15 o incluso modestos cambios de muebles, la pintura de la casa, la salida del fin de semana, y otras tantas posibilidades que nuestros deseos pueden dibujar, pero siempre sobre el fondo de un futuro que se nos presente como posible.
Seguramente se extraña el afuera, la calle, los bares, la oficina, los amigos, pero lo que agobia es no poder darnos planes a futuros sin sentir, apenas lo hacemos, que nos estamos auto engañando, porque no sabemos ni cuándo ni cómo seguirá marchando el mundo. Si bien por definición el futuro nunca es del todo cierto, normalmente necesitamos armarnos esa ilusión para poder dar sentido a nuestras acciones, articularlas con proyectos y así transitar el presente, con la posibilidad de disfrutar de pequeñas cosas de ese presente, sí, pero con la posibilidad también de imaginar en el futuro algunas recompensas a los esfuerzos cotidianos. Cuando el coronavirus irrumpió en nuestras vidas, en general primero fue la resistencia a creer que se trataba de algo importante: “se está exagerando, los medios siempre exageran, está pasando lejos, pero acá no va a llegar”. Sin embargo, cuando ya el problema estaba instalado y era prácticamente innegable, aparecieron otras reacciones. Apareció la respuesta paranoide: los que imaginaron conspiraciones (las teorías conspiranoicas): “será EEUU que atacó a China”, pensaron algunos, para después invertir la ecuación: “será China que atacó a EEUU”. Será una maniobra para eliminar a personas mayores y así evitar el envejecimiento de la población y el colapso del sistema previsional, etc. La teoría conspiranoica permite dejar a salvo la idea de que estamos a merced de variables que el ser humano no puede manejar, y para eso arma una hipótesis donde son algunos seres malignos y todo poderosos los que han armado el desastre, que de no ser por ellos no habría sucedido. Es preferible pensar en la malignidad de algunas personas y no en la imprevisibilidad del destino. Apareció también la respuesta obsesiva: querer controlar todo, vigilando y denunciando a cualquiera que se corra de las normas establecidas para controlar la pandemia. Es una forma de retomar la seguridad creyendo que el control de todo podría estar en nuestras manos. También la respuesta fóbica: la que sitúa el peligro en determinados objetos (o grupos), estallando de miedo ante su presencia pero dejando el resto del campo libre de angustia. El truco esta en creer (falsamente) que el peligro esta circunscripto y, por lo tanto, manejable. El efecto secundario de esta estrategia defensiva es la discriminación. Se dio, por ej, con los famosos cartelitos en los ascensores dirigidos a los supuestos portadores del mal, los trabajadores de la salud. Nefasto, pero así funciona En algunos casos la reacción fue cínica: los que aprovecharon que la mayoría cumplía la cuarentena para liberarse a si mismos de esa obligación, como el caso de la señora de Palermo que salía a tomar sol bajo el argumento de que no molestaba a nadie porque el parque estaba vacío (¿habrá creído la señora que todos hicimos la cuarentena para facilitarle a ella el bronceado?). Están los que no pueden despegarse de las redes sociales, pero no tanto para sostener sus vínculos aún con distancia física, sino más bien para compensarse imaginariamente con la “popularidad” de los likes algo de las satisfacciones perdidas. La hiperactividad en Instagram (miren, estoy bárbaro, vamos que se puede seguir sin perder nada), o la queja en twitter, también son formas de transitar este presente continuo. Y también la respuesta de angustia desbordante; de aquellos que no pueden lidiar con la idea de la propia vulnerabilidad y la muerte los acecha como un fantasma imposible de aceptar, y allí sucede la parálisis absoluta. Lo cierto es que la pandemia le dio cuerpo a una verdad que habitualmente tenemos negada: vivimos sin garantías, somos vulnerables, somos seres mortales, no todo depende de nuestros deseos ni de nuestra voluntad. Si bien aún con la pandemia declarada se puede seguir negando esa verdad de fondo (de hecho, algunos aún se enojan con algunas limitaciones a las libertades individuales que impone la cuarentena pensando que son decisiones arbitrarias de las autoridades), ahora no resulta tan fácil. Y por eso cada uno, de acuerdo a su personalidad o a su modo de construir sus relaciones, arma estrategias defensivas diferentes. En el fondo, lidiar con esa idea de vulnerabilidad absoluta implica poder transitar una angustia que no sea desbordante para confrontar esa verdad radical, sin tantos armados defensivos paranoides, fóbicos ni de ningún tipo. Se estarán preguntando ustedes cómo podemos intentar eso sin fracasar en el primer intento. El humor ha aparecido en estos tiempos de cuarentena como un recurso de salud mental para transitar esa angustia, una respuesta espontánea y sana: las historias de “los negros del cajón” que circulan en las redes son un ejemplo, por caso, de cómo se intenta procesar la cercanía de la muerte con el recurso del humor, y como su efectividad queda demostrada en su viralización en las redes. Los memes en general, que estos tiempos han proliferado y circulado de manera exponencial como los referidos a las presentaciones del presidente (las “filminas”), o a las vicisitudes de la convivencia familiar, dan cuenta de esa necesidad de reírnos de nuestra propia situación, que es una forma de confrontarla y procesarla, sin negarla. Los sentidos que daban forma a nuestra propia identidad también están amenazados: si no sabemos a ciencia cierta cómo va a seguir el mundo, tampoco sabemos si mi rol en ese mundo seguirá siendo el mismo. Todas estas amenazas encadenadas (al futuro, a nuestra idea de invulnerabilidad, a los sentidos y a nuestra identidad) son parte de la realidad de nuestra existencia como seres humanos, no son una creación de un virus. El futuro previsible, la identidad, el sentido de nuestra vida, el sentirse a salvo de los peligros, son siempre construcciones provisorias y lábiles. Sin embargo, la pandemia los actualiza, los pone en primer plano y hace inútiles las defensas con que habitualmente les escapamos. En ese sentido, el coronavirus fue un gran cachetazo al “a mí no me va a pasar” de la humanidad. Sin embargo, también hay que decirlo, en tiempos normales, esa falsa seguridad autoconstruida funciona, en buena medida, como una cárcel que nos limita, como una jaula que nos brinda seguridad pero que también cada tanto nos ahoga: hay que estar sosteniendo permanentemente la imagen ideal de nosotros mismos, respondiendo a las expectativas que suponemos que se tienen sobre nosotros, ocultando(nos) sentimientos o pensamientos que no coinciden con esos ideales, trabajando permanentemente para no pensar que a la vuelta de la esquina podemos encontrar algo que cambie nuestra vida para siempre, que haga inútiles nuestros proyectos, la enfermedad o la muerte misma de la que nadie escapa. Por eso, si esta incertidumbre nos permite lograr algún grado mayor de libertad respecto del verdadero tirano, que no es el virus ni la autoridad que nos impone la cuarentena, sino nuestra propia necesidad de seguridades absolutas, algo habremos ganado. Tal vez lograr una capacidad mayor de disfrutar de las pequeñas cosas, sin necesidad de darle a todo un sentido trascendental. Es eso que muchos intuyen, piensan o comparten estos días: cuando esto termine voy a tratar de no preocuparme tanto por el futuro y darles más valor a las pequeñas cosas. Entender que vivir sin garantías nos libera precisamente de una carga enorme, la de los mandatos, que no nos traen sino tensión y preocupaciones constantes. Se trata de pasar de un presente continuo que se padece, a un presente que se puede disfrutar de otra manera, sin la necesidad imperiosa de seguridades que a fin de cuentas ya se demostraron frágiles. Y así, lejos de las predicciones respecto de que la pandemia nos dejará un tendal de personas con padecimientos mentales, tal vez tengamos la oportunidad de extraerle alguna cuota de salud mental a todo este embrollo. Que así sea depende en gran medida de nosotros, nosotras y nosotres.

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