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miércoles, 29 de abril de 2020

El encierro del tiempo.

Por Lic. Leonardo Gorbacz. Nota del portal EL ROMPEHIELOS. La pandemia nos obligó a encerrarnos en nuestras casas, pero la mayor angustia no proviene del encierro en un espacio, sino en un tiempo: en el presente continuo en que estamos viviendo hace semanas. Construimos nuestras vidas en base a la creencia de un futuro más o menos previsible que nos permite hacer planes y darles sentido a nuestras vidas. Al agobio de algunas obligaciones les oponemos los sueños de viajes, mudanzas, graduaciones, llegada de nuevos miembros a la familia, la posibilidad de conseguir trabajo, el cumpleaños de 15 o incluso modestos cambios de muebles, la pintura de la casa, la salida del fin de semana, y otras tantas posibilidades que nuestros deseos pueden dibujar, pero siempre sobre el fondo de un futuro que se nos presente como posible.
Seguramente se extraña el afuera, la calle, los bares, la oficina, los amigos, pero lo que agobia es no poder darnos planes a futuros sin sentir, apenas lo hacemos, que nos estamos auto engañando, porque no sabemos ni cuándo ni cómo seguirá marchando el mundo. Si bien por definición el futuro nunca es del todo cierto, normalmente necesitamos armarnos esa ilusión para poder dar sentido a nuestras acciones, articularlas con proyectos y así transitar el presente, con la posibilidad de disfrutar de pequeñas cosas de ese presente, sí, pero con la posibilidad también de imaginar en el futuro algunas recompensas a los esfuerzos cotidianos. Cuando el coronavirus irrumpió en nuestras vidas, en general primero fue la resistencia a creer que se trataba de algo importante: “se está exagerando, los medios siempre exageran, está pasando lejos, pero acá no va a llegar”. Sin embargo, cuando ya el problema estaba instalado y era prácticamente innegable, aparecieron otras reacciones. Apareció la respuesta paranoide: los que imaginaron conspiraciones (las teorías conspiranoicas): “será EEUU que atacó a China”, pensaron algunos, para después invertir la ecuación: “será China que atacó a EEUU”. Será una maniobra para eliminar a personas mayores y así evitar el envejecimiento de la población y el colapso del sistema previsional, etc. La teoría conspiranoica permite dejar a salvo la idea de que estamos a merced de variables que el ser humano no puede manejar, y para eso arma una hipótesis donde son algunos seres malignos y todo poderosos los que han armado el desastre, que de no ser por ellos no habría sucedido. Es preferible pensar en la malignidad de algunas personas y no en la imprevisibilidad del destino. Apareció también la respuesta obsesiva: querer controlar todo, vigilando y denunciando a cualquiera que se corra de las normas establecidas para controlar la pandemia. Es una forma de retomar la seguridad creyendo que el control de todo podría estar en nuestras manos. También la respuesta fóbica: la que sitúa el peligro en determinados objetos (o grupos), estallando de miedo ante su presencia pero dejando el resto del campo libre de angustia. El truco esta en creer (falsamente) que el peligro esta circunscripto y, por lo tanto, manejable. El efecto secundario de esta estrategia defensiva es la discriminación. Se dio, por ej, con los famosos cartelitos en los ascensores dirigidos a los supuestos portadores del mal, los trabajadores de la salud. Nefasto, pero así funciona En algunos casos la reacción fue cínica: los que aprovecharon que la mayoría cumplía la cuarentena para liberarse a si mismos de esa obligación, como el caso de la señora de Palermo que salía a tomar sol bajo el argumento de que no molestaba a nadie porque el parque estaba vacío (¿habrá creído la señora que todos hicimos la cuarentena para facilitarle a ella el bronceado?). Están los que no pueden despegarse de las redes sociales, pero no tanto para sostener sus vínculos aún con distancia física, sino más bien para compensarse imaginariamente con la “popularidad” de los likes algo de las satisfacciones perdidas. La hiperactividad en Instagram (miren, estoy bárbaro, vamos que se puede seguir sin perder nada), o la queja en twitter, también son formas de transitar este presente continuo. Y también la respuesta de angustia desbordante; de aquellos que no pueden lidiar con la idea de la propia vulnerabilidad y la muerte los acecha como un fantasma imposible de aceptar, y allí sucede la parálisis absoluta. Lo cierto es que la pandemia le dio cuerpo a una verdad que habitualmente tenemos negada: vivimos sin garantías, somos vulnerables, somos seres mortales, no todo depende de nuestros deseos ni de nuestra voluntad. Si bien aún con la pandemia declarada se puede seguir negando esa verdad de fondo (de hecho, algunos aún se enojan con algunas limitaciones a las libertades individuales que impone la cuarentena pensando que son decisiones arbitrarias de las autoridades), ahora no resulta tan fácil. Y por eso cada uno, de acuerdo a su personalidad o a su modo de construir sus relaciones, arma estrategias defensivas diferentes. En el fondo, lidiar con esa idea de vulnerabilidad absoluta implica poder transitar una angustia que no sea desbordante para confrontar esa verdad radical, sin tantos armados defensivos paranoides, fóbicos ni de ningún tipo. Se estarán preguntando ustedes cómo podemos intentar eso sin fracasar en el primer intento. El humor ha aparecido en estos tiempos de cuarentena como un recurso de salud mental para transitar esa angustia, una respuesta espontánea y sana: las historias de “los negros del cajón” que circulan en las redes son un ejemplo, por caso, de cómo se intenta procesar la cercanía de la muerte con el recurso del humor, y como su efectividad queda demostrada en su viralización en las redes. Los memes en general, que estos tiempos han proliferado y circulado de manera exponencial como los referidos a las presentaciones del presidente (las “filminas”), o a las vicisitudes de la convivencia familiar, dan cuenta de esa necesidad de reírnos de nuestra propia situación, que es una forma de confrontarla y procesarla, sin negarla. Los sentidos que daban forma a nuestra propia identidad también están amenazados: si no sabemos a ciencia cierta cómo va a seguir el mundo, tampoco sabemos si mi rol en ese mundo seguirá siendo el mismo. Todas estas amenazas encadenadas (al futuro, a nuestra idea de invulnerabilidad, a los sentidos y a nuestra identidad) son parte de la realidad de nuestra existencia como seres humanos, no son una creación de un virus. El futuro previsible, la identidad, el sentido de nuestra vida, el sentirse a salvo de los peligros, son siempre construcciones provisorias y lábiles. Sin embargo, la pandemia los actualiza, los pone en primer plano y hace inútiles las defensas con que habitualmente les escapamos. En ese sentido, el coronavirus fue un gran cachetazo al “a mí no me va a pasar” de la humanidad. Sin embargo, también hay que decirlo, en tiempos normales, esa falsa seguridad autoconstruida funciona, en buena medida, como una cárcel que nos limita, como una jaula que nos brinda seguridad pero que también cada tanto nos ahoga: hay que estar sosteniendo permanentemente la imagen ideal de nosotros mismos, respondiendo a las expectativas que suponemos que se tienen sobre nosotros, ocultando(nos) sentimientos o pensamientos que no coinciden con esos ideales, trabajando permanentemente para no pensar que a la vuelta de la esquina podemos encontrar algo que cambie nuestra vida para siempre, que haga inútiles nuestros proyectos, la enfermedad o la muerte misma de la que nadie escapa. Por eso, si esta incertidumbre nos permite lograr algún grado mayor de libertad respecto del verdadero tirano, que no es el virus ni la autoridad que nos impone la cuarentena, sino nuestra propia necesidad de seguridades absolutas, algo habremos ganado. Tal vez lograr una capacidad mayor de disfrutar de las pequeñas cosas, sin necesidad de darle a todo un sentido trascendental. Es eso que muchos intuyen, piensan o comparten estos días: cuando esto termine voy a tratar de no preocuparme tanto por el futuro y darles más valor a las pequeñas cosas. Entender que vivir sin garantías nos libera precisamente de una carga enorme, la de los mandatos, que no nos traen sino tensión y preocupaciones constantes. Se trata de pasar de un presente continuo que se padece, a un presente que se puede disfrutar de otra manera, sin la necesidad imperiosa de seguridades que a fin de cuentas ya se demostraron frágiles. Y así, lejos de las predicciones respecto de que la pandemia nos dejará un tendal de personas con padecimientos mentales, tal vez tengamos la oportunidad de extraerle alguna cuota de salud mental a todo este embrollo. Que así sea depende en gran medida de nosotros, nosotras y nosotres.

viernes, 24 de abril de 2020

El coronavirus rompe las costuras de la política migratoria de Trump.

La pandemia lleva al Gobierno de Estados Unidos a llamar a médicos extranjeros y a blindar a inmigrantes indocumentados que trabajan en el campo. Fuente diario EL PAÍS. La Administración Trump urge a los profesionales médicos extranjeros, sobre todo a aquellos que trabajan con la Covid-19, a contactar con los consulados para acelerar la tramitación de sus visados y que puedan incorporarse cuanto antes a la lucha de Estados Unidos contra el coronavirus. También califica de “esenciales” empleos, como la recogida de las cosechas, que sabe que hacen los inmigrantes indocumentados. Y anuncia que no realizará redadas en busca de sin papeles, para evitar que el temor de estos a acudir al médico genere focos de contagio. La pandemia del coronavirus ha subrayado la importancia de los trabajadores inmigrantes en la economía estadounidense. Y ha puesto en evidencia algunas contradicciones en la política de mano dura con la inmigración que constituye uno de los pilares del discurso del presidente Donald Trump. Se da la paradoja de que, mientras la guardia fronteriza acelera la expulsión en caliente de los indocumentados retenidos en sus centros, la Administración poco menos que blinda a los indocumentados en el campo, y facilita la entrada a inmigrantes cualificados para paliar la escasez de profesionales médicos con los que combatir la pandemia en primera línea. Ocurre justo en el momento en que el país se despierta del dulce sueño del pleno empleo, y se enfrenta a unas cifras de paro históricas. Más de 16 millones de personas, uno de cada 10 trabajadores del país, han solicitado la prestación por desempleo entre las dos últimas semanas de marzo y la primera de abril. Los expertos no dudan de que les seguirán millones más. Donald Trump, que ha hecho suyo el eslogan de “comprar estadounidense y contratar a estadounidense”, se encuentra ahora entre dos fuerzas: los empresarios que le urgen a relajar la mano dura con la inmigración para contener el descalabro de la economía, y los activistas anti inmigración, a los que ha azuzado durante más de tres años, que reaccionan airados a cualquier atisbo de cambio de actitud justo en el momento más crítico. “Queremos que vengan”, dijo Trump, el 1 de abril, sobre los inmigrantes que vienen a trabajar al campo. “No estamos cerrando la frontera para que no pueda entrar toda esa gente. Han estado ahí años y años, y he dado mi palabra a los granjeros: van a continuar viniendo”. En el campo de California está empezando estos días la recogida de la fresa. En dos semanas, serán las cerezas y los arándanos. En mayo, albaricoques y nectarinas. Un estudio de la Universidad de California calcula que trabajan 800.000 personas en la industria agrícola de ese Estado. La estimación más baja es que el 60% son indocumentados. Estos días de aislamiento, son las manos que garantizan que hay fruta y verdura fresca en los supermercados. Estos trabajadores siempre han temido a la policía. Desde que California aprobó la orden de cuarentena, se añade otra razón para pedirles los papeles: la policía vigila que solo salgan a la calle trabajadores “esenciales”. La ironía del momento es que los indocumentados de los campos son a la vez trabajadores esenciales. Sin ellos no funciona la cadena de suministro de alimentos. “Si no fuera por ellos, cuánta gente se encontraría sin comida en la tienda”, dice por teléfono Manuel Cunha, presidente de Nisei Farmers League, un sindicato importante de Fresno, California. Hace siete semanas, Cunha empezó a enviar a las asociaciones de productores una carta tipo para que la firmaran. Es una especie de salvoconducto. “En apenas un párrafo, se dice el nombre del trabajador, el granjero para el que trabaja y el teléfono. Si le para un agente de policía o del sheriff, solo tiene que enseñar la carta, llaman al granjero y este les confirma que esa persona se está desplazando a trabajar”. Las asociaciones han repartido las cartas entre las enormes producciones agrícolas de Fresno, afirma, y calcula que ya han impreso unas 400.000. Ha tenido que llegar una pandemia mundial para que las administraciones de Estados Unidos reconozcan por escrito que no se puede prescindir de los inmigrantes irregulares. Tampoco aterrorizarlos. El pasado 18 de marzo, la policía de inmigración (ICE, por sus siglas en inglés) anunció que paralizaba las redadas y detenciones indiscriminadas de indocumentados. Solo seguirán adelante las detenciones de delincuentes peligrosos. El criterio en la presidencia de Trump es detener a la mayor cantidad de gente posible. El comunicado de ICE decía expresamente que no habrá detenciones cerca de servicios de salud, como hospitales. “La gente no debería evitar la atención médica por miedo a la actividad de la policía de inmigración”, afirma. El cambio de criterio, aunque temporal, extiende a la sanidad lo que ya era evidente en el ámbito de la seguridad pública en todas las grandes ciudades de EE UU, donde la policía no pide a nadie los papeles para que no tengan miedo de denunciar crímenes o testificar. A esto se le llama políticas de santuario y es una de las obsesiones de Trump. El coronavirus ha obligado a Trump a declarar de facto todos los hospitales santuarios. La crisis también ha obligado al Gobierno a buscar fuera de sus fronteras profesionales con los que combatir la pandemia en los hospitales del país. “Animamos a los profesionales médicos que buscan trabajo en Estados Unidos con un visado de trabajo o de intercambio, especialmente aquellos que trabajan en temas de Covid-19, a contactar con la embajada o consulado más cercano para obtener una cita”. El mensaje lo lanzó el 26 de marzo el Departamento de Estado. Seis días antes, se habían suspendido los servicios rutinarios de visados en las embajadas de todo el mundo, reducidas a servicios esenciales y concentradas en la repatriación de estadounidenses.
El mensaje, publicado en la página web del Departamento de Estado y difundido por redes sociales, desató un aluvión de llamadas de profesionales médicos para interesarse por la aparente invitación a iniciar un proceso que, en condiciones normales, puede demorarse durante años. También críticas en las redes por lo que se interpretaba como la promoción de una fuga de cerebros que podría ser letal para países que luchan contra una pandemia que pone al límite sus recursos. Al día siguiente, el Departamento de Estado tuvo que emitir una “aclaración”: el mensaje se dirigía solo, dijeron, a aquellos profesionales que ya habían sido admitidos para trabajos o estudios en Estados Unidos. “Debo confesar que quizá lo que publicamos no era tan claro como debía haberlo sido”, reconocía Ian Brownlee, de la Oficina de Asuntos Consulares, en una sesión informativa telefónica con periodistas. “Se trata de gente que ya estaba lista para venir, no buscamos a otros”, aclaró. Preguntado acerca de por qué entonces publicar el anuncio, si no se estaba ofreciendo un tratamiento especial, Brownlee respondió que tendría que mirar “cómo todo esto sucedió”. No ha sido la única medida reconsiderada (o aclarada) después de desatar una polémica. El 5 de marzo, el Departamento de Seguridad Nacional anunció que aumentaría en 35.000 los visados para trabajadores temporales disponibles este año. Se trata de un visado que permite a los empleadores traer a trabajadores extranjeros para actividades temporales no agrícolas, como la hostelería o el turismo. Los empresarios suelen defender que se aumente el cupo, pero los partidarios de reducir la inmigración consideran que la práctica abarata los salarios e impide a los estadounidenses acceder a esos empleos. El pasado 2 de abril, tras la publicación de los alarmantes datos de empleo, el Gobierno anunció que el plan de ampliar el cupo quedaba suspendido “debido a las actuales circunstancias económicas”. El problema es que muchos empresarios consideran que los trabajadores extranjeros son cruciales para determinados empleos que cuesta cubrir con ciudadanos estadounidenses. Y más cuando ahora pueden obtener más ingresos con las prestaciones de desempleo y otras ayudas contempladas en el gigantesco plan de estímulo a la economía. “Los inmigrantes están trabajando en los supermercados, en el campo, procesando la comida, en la construcción. Son las personas que, en momentos de emergencia, mantienen este país funcionando”, defiende Sindy Benavides, directora de la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos. “Confío en que esta crisis haga que, como sociedad, comprendamos esto”.

martes, 21 de abril de 2020

COVID - 19, Bérgamo, la masacre que la patronal no quiso evitar.

El área de Italia más devastada por la Covid-19 es un gran polo industrial. No se declaró nunca zona roja debido a las presiones de los empresarios. El coste en vidas humanas ha sido catastrófico. Hay imágenes que marcan una época, que quedan grabadas en el imaginario colectivo de un país. La que no podrán olvidar en años los italianos es la que fotografiaron los vecinos de Bérgamo desde sus ventanas la noche del 18 de marzo. Setenta camiones militares cruzaron la ciudad en medio de un silencio sepulcral, uno detrás de otro, en una marcha lenta en señal de respeto: transportaban cadáveres. Los llevaban a otras ciudades fuera de Lombardía porque el cementerio, el tanatorio, la iglesia convertida en tanatorio de emergencia y el crematorio en funcionamiento 24 horas al día ya no daban abasto. La imagen plasmaba la magnitud de la tragedia en curso en el área de Italia más afectada por el coronavirus. Al día siguiente, el país amaneció con la noticia de que era el primero en el mundo en muertes oficiales por Covid-19, la mayoría en la Lombardía. Pero, ¿por qué la situación es tan dramática precisamente en Bérgamo? ¿Qué es lo que ha pasado en esa zona para que en marzo de 2020 haya habido un 400% más de muertos que el mismo mes del año anterior?. El 23 de febrero los positivos en coronavirus en la provincia de Bérgamo eran 2. En una semana, llegaban ya a 220; casi todos en Val Seriana. En Codogno, población lombarda donde el 21 de febrero se detectó el primer caso oficial de coronavirus, bastaron 50 casos diagnosticados para cerrar la ciudad y declararla zona roja. ¿Por qué no se hizo lo mismo en Val Seriana? Porque en este valle del río Serio se concentra uno de los polos industriales más importantes de Italia, y la patronal industrial presionó a todas las instituciones para evitar cerrar sus fábricas y perder dinero. Y así, por increíble que parezca, la zona con más muertos por coronavirus por habitante de Italia –y de Europa– nunca ha sido declarada zona roja, a pesar del estupor de los alcaldes que lo reclamaban, y de los ciudadanos, que ahora exigen responsabilidades. Los médicos de cabecera de la Val Seriana son los primeros en hablar claro: si se hubiera declarado zona roja, como aconsejaban todos los expertos, se habrían salvado centenares de personas, aseguran, impotentes. La historia es aún más turbia: quienes tienen intereses en mantener las fábricas abiertas son, en algunos casos, los mismos que tienen intereses en las clínicas privadas. La Lombardía es la región italiana que más representa el modelo de mercantilización de la sanidad y ha sido víctima de un sistema corrupto a gran escala liderado por el que fue su gobernador durante 18 años (del 1995 al 2013), Roberto Formigoni, miembro destacado de Comunión y Liberación (CyL). Era del partido de Berlusconi, quien le definía como “gobernador vitalicio de la Lombardía”, pero contó siempre con el apoyo de la Liga, que gobierna la región desde que Formigoni se fue, acusado –y luego condenado– por corrupción en la sanidad. Su sucesor, Roberto Maroni, inició en 2017 una reforma de la sanidad que recortó aún más las inversiones en la pública y que prácticamente ha abolido la figura del médico de familia, sustituyéndolo por la del “gestor”. “Es verdad, en los próximos 5 años desaparecerán 45.000 médicos de cabecera, pero ¿quién va todavía al médico de cabecera?”, dijo impertérrito en agosto del año pasado el político de la Liga Giancarlo Giorgetti, entonces vicesecretario de Estado del Gobierno Conte-Salvini. La epidemia en la zona de Bérgamo, la llamada Bergamasca, se inició oficialmente la tarde del domingo 23 de febrero, aunque los médicos de cabecera –en primera línea de la denuncia de la situación– aseguran que ya desde finales de diciembre atendían muchísimos casos de pulmonías anómalas en personas incluso de 40 años. En el hospital Pesenti Fenaroli, de Alzano Lombardo, un municipio de 13.670 habitantes a pocos kilómetros de Bérgamo, ese 23 de febrero llegaron los resultados de los tests de coronavirus de dos pacientes ingresados: eran positivos. Dado que ambos habían estado en contacto con otros pacientes y con médicos y enfermeros, la dirección del hospital decidió cerrar las puertas. Pero, sin ninguna explicación, las reabrieron pocas horas después, sin desinfectar las instalaciones ni aislar a los pacientes con Covid-19. Es más: el personal médico estuvo una semana trabajando sin protección; un buen número de sanitarios del hospital se contagió y extendió el virus entre la población. Los contagios se multiplicaron por todo el valle. El hospital resultó ser el primer gran foco de infección: pacientes que ingresaban por un simple problema de cadera acababan muriendo por haberse contagiado de coronavirus. Los alcaldes de los dos municipios más golpeados de la Val Seriana, Nembro y Alzano Lombardo, esperaban cada día a las siete de la tarde que les llegara la orden de cerrar la población, que era lo que habían acordado. Todo estaba listo: las ordenanzas redactadas, el ejército movilizado; el jefe de la policía les había comunicado los turnos que se harían en las guardias y las tiendas estaban montadas. Pero la orden no llegó nunca, y nadie supo explicarles por qué. En cambio, sí llegaron continuas llamadas de los empresarios y dueños de las fábricas de la zona, preocupadísimos por evitar a toda costa el cierre de sus actividades. No se escondían. Sin ningún pudor, el 28 de febrero, en plena emergencia por Coronavirus –en 5 días se habían alcanzado los 110 infectados oficiales en la zona, ya fuera de control–, la patronal industrial italiana, Confindustria, inició una campaña en redes con el hashtag #YesWeWork. “Tenemos que bajar el tono, hacer entender a la opinión pública que la situación se está normalizando, que la gente puede volver a vivir como antes”, dijo el presidente de Confindustria Lombardía, Marco Bonometti, en los medios. El mismo día, Confindustria Bergamo lanzó su propia campaña dirigida a los inversores extranjeros para convencerles de que allí no sucedía nada y de que ni de broma iban a cerrar. El eslogan era inequívoco: “Bergamo non si ferma / Bergamo is running” (Bérgamo no se detiene). El mensaje del vídeo promocional para los socios internacionales era un despropósito: “Se han diagnosticado casos de Coronavirus en Italia, pero como en muchos otros países”, minimizaban. Y mentían: “El riesgo de infección es bajo”. Echaban la culpa a los medios por un injustificado alarmismo, y mientras mostraban a obreros trabajando en sus fábricas presumían de que todas las fábricas continuarían “abiertas y a pleno rendimiento, como siempre”. Tan solo cinco días después estalló el enorme brote de contagios y muertes que acabó siendo el más importante de Italia y de Europa. Pero ni así retiraron la campaña, ni mucho menos se plantearon cerrar las fábricas. Confindustria Bergamo agrupa a 1.200 empresas que emplean a más de 80.000 trabajadores. Todos fueron expuestos al virus, obligados a ir a trabajar, en buena parte sin medidas adecuadas –hacinados, sin distancia de seguridad ni material de protección–, poniéndose en peligro a ellos mismos y a todo su entorno.
El alcalde de Bérgamo, Giorgio Gori, del Partido Democrático, también se había unido al clamor de no cerrar la ciudad y el 1 de marzo invitaba a la gente a llenar los negocios del centro con el eslogan “Bérgamo no se detiene”. Más adelante, frente a la evidencia de la catástrofe, se arrepintió y reconoció que había tomado medidas demasiado blandas para no entorpecer la actividad económica de las potentes empresas de la zona. El 8 de marzo los contagios oficiales en la Bergamasca habían pasado, en una semana, de 220 a 997. Por la tarde se filtró que el Gobierno quería aislar la Lombardía. Después de horas de caos en que muchos abandonaron Milán en estampida, Giuseppe Conte apareció, ya de madrugada, en una confusa rueda de prensa a través de Facebook para anunciar el decreto. No era lo que esperaban los alcaldes de las poblaciones de la Val Seriana: nada de zona roja, sino naranja. Es decir, se restringían las entradas y salidas de los municipios, pero todo el mundo podía seguir yendo al trabajo. Al cabo de dos días, el confinamiento se extendió a toda Italia por igual. Y nada cambió en la zona de la Bergamasca, donde los contagios crecían y crecían al mismo ritmo imparable de sus fábricas funcionando a toda máquina. “Cuando todos en la zona, sobre todo en Nembro y Alzano Lombardo, daban por descontado que se iba a declarar la zona roja, algunas empresas importantes de la zona hicieron presión para retrasarla lo más posible”, cuenta Andrea Agazzi, secretario general del sindicato FIOM Bérgamo, en el programa Report, de la RAI. Y añade: “Confindustria jugó sus cartas y el gobierno eligió de qué parte iba a estar”. Los contagios y las muertes aumentaron imparables, especialmente en las zonas industriales de la Lombardía situadas entre Bérgamo y Brescia. Un mes exacto después del primer caso oficial de coronavirus en Italia, el sábado 21 de marzo, se llegó al triste récord de casi 800 muertos diarios. Los gobernadores de la Lombardía y el Piamonte –otro gran polo industrial– declararon que la situación era insostenible y que era necesario detener la actividad productiva. Conte, que hasta entonces se había mostrado contrario a la medida, apareció por la noche abrumado para decir que sí, que ahora sí, se cerrarían “todas las actividades económicas productivas no esenciales”. Confindustria se activó de inmediato e inició una ofensiva de presión al Gobierno. “No se pueden cerrar todas las actividades no esenciales”, decían en una carta al premier detallando sus exigencias. Los industriales lograron que el decreto tardara 24 horas en ser aprobado y que Conte aceptara sus condiciones. En efecto, el Gobierno había elegido de qué parte estar, y no era la de los trabajadores. Los sindicatos, en bloque, se pusieron en pie de guerra y amenazaron con una huelga general si no se cumplía el cierre real de las actividades productivas no esenciales. Confindustria había conseguido que se añadieran a la lista de actividades que podían seguir funcionando muchas que no eran de primera necesidad, como las de la industria de armas y municiones. Además, incluyeron una especie de cláusula que permitía, en la práctica, que cualquier empresa que declarase que era “funcional” para una actividad económica esencial pudiese permanecer abierta. Esto hizo que solo en un día, en Brescia, la otra provincia lombarda golpeada por el coronavirus, más de 600 empresas que no estaban en la lista de las esenciales iniciasen los trámites para poder continuar en funcionamiento. ”No entiendo los motivos por los que los sindicatos querrían hacer huelga. El decreto ya es muy restrictivo: ¿qué más se tendría que hacer?”, dijo, poco empático, el presidente de Confindustria, Vincenzo Boccia. Y añadió: “Ya perderemos 100.000 millones de euros al mes; no detener la economía conviene a todo el país”. Annamaria Furlan, secretaria general del sindicato CISL, trató de explicárselo: “Hace 40 años que soy sindicalista y no he pedido nunca el cierre de ninguna fábrica, pero es que ahora está en riesgo la vida de las personas”. Los trabajadores de las fábricas iniciaron protestas y paros mientras los sindicatos negociaban con el Gobierno, que al final recapacitó. Se eliminaron algunas actividades de la lista de las más de ochenta consideradas esenciales, como la industria armamentística o los call-centers que venden por teléfono ofertas no requeridas, y se restringieron las industrias petroquímicas. También se acordó que no era suficiente la autocertificación de una empresa para pasar a ser considerada funcional para una esencial, y el compromiso de tutelar el derecho a la salud de los trabajadores que continuasen en las fábricas. Con todo, quedaron puntos ambiguos en el decreto y hay una zona gris que permite a muchas fábricas continuar abiertas. Del mismo modo, muchos obreros continúan trabajando sin la debida distancia de seguridad ni el material adecuado. Las fábricas de la Bergamasca continuaron prácticamente todas abiertas hasta el 23 de marzo, cuando los contagios oficiales en la zona ya eran casi 6.500. Una semana después, el 30 de marzo, a pesar del decreto de cierre de “todas las actividades productivas no esenciales”, había 1.800 fábricas abiertas y 8.670 infectados oficiales en la zona. Pongamos nombre a las fábricas que no quisieron cerrar. Una de las empresas de la zona es Tenaris, líder mundial en la fabricación de tubos y servicios para la exploración y producción de petróleo y gas, con una facturación de 7.300 millones de dólares y sede legal en Luxemburgo. Emplea a 1.700 trabajadores en su fábrica de la Bergamasca y pertenece a la familia Rocca, con Gianfelice Rocca, el octavo hombre más rico de Italia, de propietario. En la provincia de Bérgamo, como en toda la Lombardía, la sanidad privada es muy potente. En la Bergamasca, en concreto, la mitad de los servicios sanitarios pasan por la privada. Las dos clínicas privadas más importantes de la zona, que facturan más de 15 millones de euros anuales cada una, pertenecen al grupo San Donato –cuyo presidente es nada menos que el ex-viceprimer ministro italiano Angelino Alfano, exdelfín de Berlusconi– y al grupo Humanitas. El presidente de Humanitas es Gianfelice Rocca, también propietario de Tenaris, la industria que no ha querido mandar sus trabajadores a casa. La sanidad privada bergamasca no se activó por la emergencia Coronavirus hasta el 8 de marzo, cuando, por decreto, se tuvieron que posponer todos los servicios no urgentes. Solo entonces empezaron a hacer sitio para los pacientes con Covid-19. Brembo es otra gran empresa con fábricas en la Bergamasca. Pertenece a la potente familia Bombassei, también metida en política: Alberto, el hijo del fundador, fue diputado por Scelta Civica, el partido de Mario Monti. Tiene 3.000 trabajadores en sus fábricas de la zona de Bérgamo, donde producen frenos para coches. Factura 2.600 millones de euros. No quisieron cerrar. La Val Seriana fue industrializada en gran parte por empresas suizas hace más de 100 años, por lo que la presencia de fábricas ligadas a Suiza es aún importante. Otra gran empresa que tiene más de 6.000 trabajadores en Italia, más de 850 en la Bergamasca, es ABB, con capital suizo y sueco. Líder en robótica, factura 2.000 millones de euros. El 30 de marzo seguía abierta con total normalidad. Persico, empresa italiana que produce componentes de automoción, con 400 trabajadores y 159 millones de facturación, tiene sede en Nembro, el municipio con más muertes por Covid-19 por habitante de Italia. Pierino Persico, el propietario, fue uno de los que más se opuso a que se declarase la zona roja. En Nembro, en marzo de 2019 murieron 14 personas. El mismo mes de este año han sido 123 (un aumento del 750%). Y aun así, los infectados oficiales son solo 200. En Alzano Lombardo, en marzo del 2019 murieron 9 personas; este marzo, 101. En la ciudad de Bérgamo (de 120.000 habitantes) los muertos este marzo han sido 553, mientras que en marzo del 2019 fueron 125. Los datos de infectados no son fiables porque no se hacen tests, y desde la Protección Civil italiana –que ofrece los recuentos– se advierte que los números deberían multiplicarse al menos por diez. Según un estudio publicado por el Giornale di Brescia, en esta provincia lombarda la cifra de infectados sería 20 veces mayor que la oficial, un 15% de la población. Y lo mismo con los muertos. Según este estudio, serían el doble de los oficiales, es decir 3.000 solo en la provincia de Brescia. La falta de tests –a los vivos y a los muertos– hace imposible efectuar un recuento fiable. Lo que sí se sabe es que Italia es el país del mundo con más fallecidos por Covid-19, alrededor de 18.000, y la mayoría son de la zona del norte industrial. Ahora, frente a los miles de cadáveres y a una población que empieza a convertir su dolor en rabia, todos se sacuden las culpas. El gobernador de la Lombardía, el leghista Attilio Fontana, culpa al gobierno central y asegura que no fue más estricto porque no le dejaron. En realidad, si hubiera querido habría podido serlo, como lo fueron los gobernadores de Emilia Romaña, Lacio y Campania, que decretaron zonas rojas en sus regiones. La verdad es que ninguna autoridad ha estado a la altura, excepto los alcaldes de las poblaciones pequeñas, que son los únicos que han reconocido –y denunciado públicamente– las presiones de los industriales, que les asediaban a llamadas para intentar de todas todas evitar o posponer el cierre de las fábricas. Desde una Bérgamo herida y aún en shock, los ciudadanos empiezan a organizarse para pedir que se esclarezcan los hechos y que alguien asuma, al menos, la responsabilidad de haber permitido que los intereses económicos primasen sobre la salud –es decir, la vida– de los trabajadores de la Bergamasca. Muchos de ellos, por cierto, precarios. Autor > Alba Sidera

martes, 14 de abril de 2020

DIÀLOGOS: El cuidado en tiempos de Pandemia COVID-19


Invitamos a toda la comunidad a participar de :

*DIÁLOGOS: EL CUIDADO EN TIEMPOS DE PANDEMIA. Aportes desde la Salud Colectiva en el Campo de la Salud Mental*

📍 15 de abril de 18.45 a 20.30 hs.
📍 Plataforma Webex: https://paho.webex.com/meet/arg-ht
📧 Consultas e instructivo para la plataforma: gesmydh@gmail.com
¡No requiere inscripción previa!

Dialogan:
*María Rosa Riva Roure:* Médica Psiquiatra. Directora del Hospital José A. Esteves. Provincia de Buenos Aires. Cofundadora de ADESAM
*Celia Iriart:* Socióloga. Sanitarista. Especialista en temas de Salud Colectiva. Profesora Emérita. Universidad de Nuevo México (EEUU).

Coordinan:
Silvia Faraone y Cármen Cáceres.

Organizan:
Adesam Derechos Salud Mental, Grupo de Estudios sobre Salud Mental y Derechos Humanos del Instituto de Investigaciones Gino Germani y Cátedra "Problemática de Salud Mental en Argentina" de la Carrera de Trabajo Social UBA

FONDO AYUDA TOXICOLÓGICA ( F.A.T. )

QUIENES SOMOS.!!!

El Fondo de Ayuda Toxicológica (FAT) es una ONG fundada en el año 1966 por el Profesor Emérito Dr. Alberto Italo Calabrese para trabajar en ...